A los veinte minutos llego al distrito
doce. Bajo del tren y voy al vagón de cargas. El maquinista me ayuda a bajar
las cajas con alimento y medicinas. Vamos hacia el portón. Los guardias nos
observan. Me pongo la capucha para evitar que me reconozcan.
-¿Que desean? -Preguntan
-Venimos por un pedido de la carnicería.
-Digo con voz ronca.- Nos han encargado varias cajas de carne fresca venida del
Capitolio. -Veo por el rabillo del ojo cómo el guarda me escruta con la mirada.
El otro vigilante mira unos papeles y asiente.
-Adelante. -Nos dice. Entramos y vamos a
la plaza del pueblo. Puedo observar horrorizada a la gente desnutrida y con
varias heridas. Por las ranuras de las casas puedo ver cómo los niños miran al
exterior aterrorizados. Suspiro y sigo avanzando.
En la plaza del pueblo vamos a una vieja
tienda abandonada. Entramos y coloco las cajas en el suelo con la ayuda del
maquinista.
-Avisa a la gente del distrito. -Digo.-
Y llama a algún curandero y cocineros. -Él asiente y se va.
Coloco en una mesa las medicinas y
limpio un poco el lugar. Al rato, una señora mayor entra acompañada de otra un
poco más joven.
-Hola. Me llamo Sae y esta es la señora
Everdeen. -Me dicen. Inclino un poco la cabeza a modo de saludo.- Venimos a
ayudarte. -Se acercan y se quedan asombradas al ver tanta comida y medicinas.
-Gracias. -Digo. Me coloco bien la
capucha y ayudo a Sae a cortar la carne. La gente empieza a entrar. Casi todos
están desnutridos o heridos. Sae prepara un guiso y lo va sirviendo en cuencos.
Yo voy entregándoselo a los ciudadanos. Mientras, la señora Everdeen cura a los
heridos más graves.
El local se va llenando. El maquinista
está en la puerta vigilando por si a un agente le da por meter las narices
allí. Me reconforta ver a los niños felices comiendo aquel exquisito plato.
Cuando casi todos están servidos, me
acerco a la señora Everdeen para ayudarla. Por el camino, varias personas me
dan las gracias, a las que respondo con una leve inclinación. Los niños me
abrazan y piden que juegue con ellos.
De repente, debido a la cálida acogida
de los niños, se me cae la capucha. El silencio reina en el local al instante.
Todos me miran asustados y empiezan a retroceder.
-Es ella... Su nieta
-Puede habernos envenenado...
-Snow se enterará de esto...
Oigo los cuchicheos. Me quito la capa y
la tiro al suelo.
-¡Esperad! -Digo.- No tenéis por qué
tenerme miedo. Me enteré del ataque de los mutos y he venido a ayudaros. Por
favor, confiad en mí. Si quisiera envenenaros, bastaría con una simple
orden.-digo seria. Los habitantes me observan desconfiados. Suspiro y miro al
suelo.- Sé el daño que hace mi abuelo a su pueblo. Intento no permitirlo, pero
no tengo ni voz ni voto en esto. La única forma en que puedo ayudar es
escapando de la Residencia y venir aquí. Por favor... No os dejéis llevar por
los prejuicios. -Vuelvo a mirar a la gente. Algunos se acercan y siguen
comiendo. Poco a poco, el ambiente vuelve a la normalidad. La tensión
desaparece.
-No eres igual que tu abuelo. -Me dice
Sae.- Serás una buena gobernante cuando llegue la hora. -Le sonrío y la ayudo a
preparar más estofado.
-Gracias. Yo sólo quiero ayudar a mi
pueblo.
La señora Everdeen se acerca y me abraza
sin decir nada.- Siempre serás bien recibida hija. -Me dice.
Asiento y miro el reloj.- He de volver.
-Les digo a las dos.- El hombre que me ha acompañado os ayudará con todo. -Me
despido de todos y salgo. Me coloco la capucha y me voy del distrito al bosque.
Llamo a Séneca.
-¿Se puede saber dónde te has metido?
-Me pregunta.
-Estoy en... el doce. -Le digo.- ¿Puedes
venir a recogerme?
Oigo cómo suspira.-De acuerdo, en breves
estaré allí.-cuelga. Sonrío y me siento en un peñón a esperarlo. Espero que mi
abuelo no se haya dado cuenta de esto...
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